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Serú y el mar

Publicado el 23 de febrero de 2022

Crónicas del mar, octava entrega. Historias basadas en hechos reales y escritas en Reta.

-¿Cómo se llama? -Preguntamos las dos, mientras mirábamos embobadas a ese niño simpático que andaba feliz por el salón tirando sus primeros pasos.
-Es un nombre especial, del universo Charly: si lo adivinás, yo invito una pizza (la próxima) -respondió el padre, viendo que la de nuestra mesa ya estaba por terminarse.
-Mirá que te tomo la palabra -respondió la rubia cantante.

Ya vencidos los tres intentos reglamentarios, sin aciertos, arremetimos un cuarto:
-¿Serú Girán?
El padre, directamente y sin escatimar alegría ni ansiedad, simplemente sonrió: -Serú.
-¡Serú, claro! ¡Qué buen nombre!

La tarde siguiente, en la playa del túnel, a Serú no le preocupaba si el viento soplaba fuerte, si era del sur o del norte ni si el agua estaba fría. Después del castillo en la arena, el chapuzón de tobillos en la orilla. Y jugar, jugar, descubrir y seguir jugando.

Ro dormía. La arena tibia y yo feliz de que viniera a Reta en sus vacaciones. Que fuera a visitarme y a celebrar la vida, a decirle gracias al mar por las nuevas puertas que se abrieron. Y se relajó, mi amiga ahora está francamente en modo vacaciones: tanto, que a veces le hablo y no me escucha, ¡ja!. Más temprano le comenté que al fin yo también volvía a sentirme turista.

-¿Turista? -replicó- Turista no... Es que estás de vacaciones.
-Sí, turista. De vacaciones estoy, pero ahora que salgo en malla a la calle sin prejuicio me siento turista. Es algo que hacemos cuando somos turistas, no solo porque estamos de vacaciones sino porque somos ajenas a la mirada del entorno. Y no sabés lo molesta e invasiva que se puede tornar la mirada de la gente cuando vivís en un pueblo. Al fin me relajé, amiga, de eso hablo.

Seguimos tomando sol, dejando que el aire marino haga su magia.
Volví a abrir los ojos y ví en otras manos más libros y baldecitos que celulares. Me dio un impulso y ese fue el momento en que lamenté haberme olvidado la birome y tener que escribir esto en el bloc de notas del celular. Pero no lo iba a dejar pasar, un permitido, pensé: para ésto y para las fotos es cuando más vale la pena haber traído el celular a la playa. Mientras estoy en la playa, por favor que la pantalla solo sea para esto.

Es que todo es tan efímero que queremos retener los momentos y, más de una vez, los terminamos perdiendo en una pantalla, como si la perpetuidad de la foto nos salvara de la finitud. ¿Cuántas puestas de sol en este mar retense vi sin sacar fotos? ¿Cuántas rojas voy a tomar sin contarlas en Instagram como el logro que significa que al fin disfrute una después de que durante 35 años la cerveza no me gustara?

Capturar. Retener. Compartir. Regocijarse (con el like). ¡Cómo nos restan minutos de vida estos verbos cuando están tan mediados por la tecnología!

Vuelvo a Serú y ahí están los dos dejándose conquistar: la sabiduría milenaria y la inocencia más pura, Serú y el mar. Me acerco a la orilla -sí, teléfono en mano y pidiendo permiso para guardar con un clic el instante-. Hay un surco en la arena, alguien cavó un desagüe y el pequeño acaba de enterarse que el agua puede colarse por la arena, alimentarla, bailar en ella, dejarse absorber, irse y siempre volver. Algún día va a descubrir, también, que las huellas siempre dejan marcas y que el agua puede desdibujar las pinceladas de cualquier dibujante.

Texto y foto: Daniela Barrera

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