Los días perfectos incluyen el mar
Publicado el 24 de noviembre de 2025
Unas palabras que vuelven al azul del atlántico para reivindicar la calma, la contemplación y recordarnos dónde está lo importante. Crónicas del mar, décimo quinta entrega.
Estoy mirando Días perfectos . Guardada en mi lista hace meses; exitosa, recomendada, la seguía teniendo en espera. El tipo limpia baños en Tokio: tan literal, que el protagonista lleva puesto un mameluco con una estampa que anuncia “Tokio Toilets”. El tipo sonríe, no importa si un borracho que entra a mear al amanecer ensucia lo que él acaba de limpiar. Asume la tarea sin sobresaltarse. Hace su trabajo con una pulcritud ejemplar y una voluntad admirable. Y en medio de la rutina, hace un parate, mira al cielo: las hojas verdes de los árboles se mecen suavemente, la luz que pasa a través de las hojas se mete en sus pupilas. El tipo sonríe. Empezó la película.
Tomo el control remoto y aprieto el botón de pausa: me obliga la pregunta que interrumpe (o me dispara) la trama. Esa pregunta recurrente que me hago una y otra vez: ¿cuándo empezó la película distópica en la que estamos viviendo? Esa en la que dejamos de mirar el mar, de contemplarlo, para someternos a la hipnosis de la pantalla del teléfono. Esa película distópica cuyo guión estableció, tan sin darnos cuenta, tan cooptados, que no nos importaba más conversar y discutir argumentos, que cualquier pavada de las redes no sólo se volvía válida sino que, encima, podía ocupar más nuestro tiempo que el que le dedicamos a una amiga o a un ser querido. Esa narrativa posmoderna que nos alejó de la contemplación, de la calma, del “aburrimiento” de dejar volar la mente mientras la vista se queda en el mar -y no en un tilde azul en la pantallita-.
A la vez, también pienso en cuántas palabras no son dichas porque esta nueva comunicación mediada por lo virtual nos acota la conversación y nos dispersa el encuentro real.
Así es como, en la marea de conjeturas, también aparece el mar, con su cantidad de olas, con los recuerdos que inventa, con las emociones, las risas y los secretos de los que es testigo y de los llantos que propicia o que se lleva, que lava, que sana.
Me quedo reflexiva. Entonces vuelvo a la película y antes del final -y sin spoilear- me captura la noción del término japonés komorebi : esa preciosa alusión a los rayos del sol filtrándose a través de las hojas de los árboles. La capacidad de la naturaleza de enseñarnos a mirar por encima de nosotros, a ver la belleza de lo simple y de lo misterioso, a entender que la vida sucede, a pesar de todo y a pesar de todos… con sus propios ciclos, con sus propias reglas.
Vuelvo a escribir y siento que todo hasta hoy fue perder el tiempo. Y no lo fue, claro que no. Pero ¿cuántas veces postergamos el detalle por el consumo inmediato, lo importante por lo urgente, lo que nutre de verdad por lo que apacigua falsamente la ansiedad?
Y el mar…. ¿el mar no te calma la ansiedad? ¿Qué es el mar? ¿Es la perfección de un engranaje que nunca deja de funcionar? ¿O es la incorrección de un apetito voraz capaz de devorarlo todo? A veces es paz, la serenidad de las preguntas respondidas, de las certezas encontradas. Otras, es la mezcla de preguntas que irrumpen con fuerza, con ruido, sin pedir permiso y dejando huellas para ir y venir una y otra vez y marearnos y golpearnos y sacudirnos. O es todo eso existiendo al mismo tiempo. No siempre sabemos cuándo es una cosa y cuándo, la otra.
Por eso el mar es mi respuesta para decidir cuándo termina la película distópica de la incomunicación humana, del atropello de la ternura en el que vivimos. Porque el mar, sin dudas, tiene todas las respuestas (pero solo para quien se anima a hacer las preguntas).
Ahora… dejá el celular -gracias por leerme- y vení a Reta, que la orilla silenciosa siempre te espera.
Texto y foto: Daniela J. Barrera - Pueblo Reta ©
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